miércoles, 27 de agosto de 2008

FORO MALAKA 584

EN BUSCA DE UNA FECHA PERDIDA

1. 1. ¿POR QUÉ MALAKA?

QUIERO ACLARAR DESDE EL PRINCIPIO QUE EN ESTE BREVE ENSAYO TOMO como protagonista a la ciudad de Málaga, esta en la que he nacido y he residido siempre, la cual no es otra que aquella que un día ya lejano resultó del esfuerzo de unas pocas personas que se habían reunido dispuestas a acometer la grandiosa aventura de constituirse en lugar o habitación común, donde les fuera posible reunirse y trabajar, y luego descansar, bajo el mismo cielo, que era intensamente azul y podían contemplar desde el pie de un monte que en sus estribaciones al sur tocaba el mar. Este enclave era una extensión relativamente pequeña, formada a lo largo de milenios en forma de valle de aluvión, debido a las muchas torrenteras que bajaban durante las estaciones lluviosas de la corona de montes que lo rodeaban, formando un arco de este a oeste, cuya cuerda, más o menos recta, era la orilla de ese mar insinuado, que un día habría de ser llamado Mediterráneo. De entre las vertientes que servían de cauce a los imponentes derrubios, la más impetuosa, la más avasalladora, incluso la más grosera, era una que quedaba al oeste del monte primigenio, la cual, cuando las aguas se colmaban en las alturas, aparecía al final del valle en forma de avenida incontrolable, que, al cabo, cuando pasaba la furia, dejaba una nueva capa de sedimento, en todo caso trufado de pequeños guijos y arenisca. A este cauce se le dio rango de río, a socapa de la dilatada porción de tiempo que se pasaba más seco que el ojo de un tuerto, y así, andando los días, pasito pasito, uno de ellos tomó el nombre de Guadalmedina, ya veremos por qué.
Entre el dicho cauce y el monte, que también recibió nombre en su momento -y que para no perder el hilo ya les descubro: Gibralfaro-, se abría el valle en forma triangular, reservando para la base, la propia orilla, el espacio más ancho; visto bajo esta perspectiva, y mirando el río desde la desembocadura, el llano que nos interesa quedaba a su derecha, a la manera que decimos de los espectadores en el teatro. Esta forma de señalar puede parecer pedestre pero es importante su fijación si queremos hablar de la ciudad que ya mismo vamos a ver aparecer; lo cual no impide que al otro lado, es decir a la izquierda del arroyo, la planicie se extendiese más dilatadamente, incluso hasta alcanzar a otro cauce, este más significado, que como a unos 6 kilómetros también se dirigía al mar. Eran pues, dos desagües paralelos, este que ahora cito de más empaque, que en su día también dispuso de nombre, Guadalhorce. Pues bien, tanto entre los dos como entre el más pequeño Guadalmedina y el monte sólo hubo durante milenios tierra acumulada.
Un día, alguien la holló. Hacía milenios que en las altas del interior circulaban gentes que sin rubor podemos afirmar tenían la misma hechura que nosotros. Es posible que viéndonos ahora en el espejo, después de duchados, pulidos y emperifollados, vestidas las señoras con el modelo de última generación y los caballeros con el traje que nos ha costado un dineral, se nos haga difícil admitirlo pero esa es la realidad. Aparte algunas diferencias externas, compartimos estructura, la misma que los expertos en la materia han dado en establecer como única especie inteligente; ya saben, la llaman hombre sabio.
Estas gentes llevaban milenios yendo de un lado para otro y en contadas ocasiones pasaban más de una estación en el mismo lugar. Eran nómadas, que quiere decir precisamente eso: dados a trasladarse, casi siempre en función de los pastos. Este detalle no es baladí, pues eran los pastos los que determinaban la frecuencia con que ciertos animales acudían a ellos, lo que, de forma más o menos subsidiaria, animaba al hombre sabio a estar cerca, ya que su carne les servía para alimentarse. Así, aquellos antecesores nuestros, buscando carne que comer, accedieron también a los frutos que determinadas especies vegetales proporcionaban. Cuando las plantas entraban en sus ciclos de recuperación los animales emigraban a otra parte, y con ellos nuestros antepasados. En este ir y venir, claro nestá, transcurría la vida, que poco a poco les iba mostrando sus infinitas posibilidades de permanencia; desde yacer y perpertuarse como especie hasta imaginar qué les pasaría el día en que abandonaran este mundo, que con arreglo a los cómputos actuales eran de risa, más o menos treinta años de promedio, ya tenían en qué entretenerse. Poco a poco se fueron haciendo al mundo que les había tocado vivir. En su largo caminar, casi todos topaban con vías de agua, manantiales, ríos, lagos, y algunos hasta con esa extensión salada inmensa que hemos dado en llamar mar, lo que les permitió descubrir nuevas fuentes de aprovisionamiento, pues los animales, esta vez en forma de peces, también se podían comer.
No eran muchos. Se puede decir que casi vivían en familia. Unas pocas, las que permitía la cortísima edad que alcanzaban. Cuando eran varias, por proximidad, formaban clanes, que puede entenderse como el estadio inmediatamente anterior a la tribu. Llegados a este punto, la vida de la comunidad se complicaba, pues se hacía necesaria una racionalización de los esfuerzos y del trabajo. Fue entonces cuando las estancias en lugares delimitados se hicieron estables, aunque no del todo. En tales momentos, siglos arriba siglos abajo, descubrieron que las tierras, tratadas con cierta técnica e intención, podían dar frutos desconocidos hasta entonces, igualmente sabrosos, de forma periódica, lo que les evitaba la trabajera de seguir desplazándose por los territorios sin solución de continuidad. Como por ese tiempo descubrieron que en determinados sitios había rocas que brillaban de un modo peculiar, que arrimándolas al fuego -que sabían conservar desde tiempo inmemorial- les proporcionaban herramientas resistentes, bastante más que las ramas de los árboles e incluso los huesos, con las cuales les resultaba relativamente fácil remover aquellas tierras, decidieron establecer poblados fijos, cercanos a ellas. De aquí a la creación de lo que hoy llamamos Estado faltaba lo que un guiño, pero de eso ya hablaremos. Lo que ahora importa es el hecho de que, después de milenios, les vemos a las mismísimas puertas de la Historia, que en la parte de la España en que nos movemos es la del Sur.
Como no es malo poner nombre a las personas y las cosas, aceptemos para estos hombres sabios el de indígenas, que quiere decir ‘originarios del país de que se habla’. Ellos lo ignoraban pero nosotros sabemos que los estudiosos antiguos, ya en tiempos históricos, los clasificaron con arreglo a ciertos rasgos que consideraron peculiares, aunque establecieron la denominación de ‘ibéricos’ para englobarlos a todos, quizás porque entrevieron que estaban estructurados política, económica, social, religiosa y culturalmente, lo que les confería condición de pueblo en vías de organizarse como Estado, el que antes apuntaba. No procede en este momento citarlos a todos pero sí, al menos, a los que se hallaban instalados en las tierras circundantes al valle que nos ocupa, aunque admitamos una proximidad variable, que eran los turdetanos y los bastetanos. Si quisiéramos trazar la línea divisoria entre unos y otros, esta señalaría una vertical que bien podría partir de la ciudad malagueña y dirigirse hacia el norte, quedando los primeros al oeste y los segundos al este. Pero esta manera de señalar no es del todo exacta. Sobre todo porque, como ha quedado dicho, en el momento en que los hemos situado eran pueblos constituidos por tribus dispersas, cuyos asentamientos nunca eran definitivos. Sin embargo, es lo que tenemos y a ellos debemos ceñirnos para ir perfilando la que pudo ser ‘cuestión’ indígena en la formación de un núcleo habitado con pretensión duradera en el pequeño espacio al pie de Gibralfaro.
De ello trataremos más adelante. Ahora toca apuntar que si ese núcleo acabó siendo estable un día, no fueron ellos quienes lo fundaron, sino otras gentes, pertenecientes a una región lejana llamada Fenicia, que llegaron por mar, si bien intervinieron en el invento. Serán los navegantes, al cabo, los que alcanzarán especial protagonismo en esta historia, y como resultó que junto a las numerosas novedades que traían estaba un conjunto de signos con el que daban expresión gráfica a su lenguaje, que llamaban alfabeto, una de las primeras consecuencias de ello fue confirmar el nombre que hacía décadas ellos mismos, cuando pasaban alguna que otra temporada en el lugar, le habían puesto. Era Malaka. La misma que veintiséis siglos después llamamos Málaga.

No hay comentarios: