viernes, 29 de agosto de 2008

1. 2. ¿POR QUÉ 584?



HARÁ YA COMO CINCO MIL AÑOS QUE EN UNA ESTRECHA FRANJA COSTERA del Asia Menor aparecieron unas gentes que iban a dar mucho que hablar en la construcción de lo que hoy llamamos Occidente, al menos en su localización europea meridional. Eran, y hasta es posible que por causa de una no se sabe bien qué tendencia a vivir en el filo de las tierras, gentes pacíficas, cuya principal ambición parece que fue asentarse en aquella costa asiática para vivir en paz. Poco a poco fueron dando forma a pequeñas comunidades más o menos autosuficientes, que serían conocidas como ciudades-estado. Hacia el inicio del segundo milenio anterior a nuestra Era alcanzaron un cierto grado de prosperidad, acorde con su autonomía, y con arreglo a ella se relacionaron con las grandes potencias de entonces, aunque en calidad de ‘hermano pobre’. Con el paso de los siglos, los vecinos de Judea, Egipto, e incluso los de las tierras del norte -asirios, griegos y otros- fueron los más interesados en intercambiar bienes y servicios, incluidos los que podemos englobar bajo el título de culturales. Al aproximarse el comienzo del primer milenio de aquel período antecristiano ya eran relativamente un pueblo con nombre acreditado: los conocían por fenicios.
Para entonces -1400 ó 1300- ya habían no sólo descubierto sino acreditado una industria que les habría de asegurar la supervivencia durante casi el milenio siguiente: la navegación. Dado que disponían de excelentes materiales apropiados para la construcción de barcos -inmensos bosques de cedros y olivos- y una avanzada técnica marinera -no en vano habían evolucionado a partir de su proximidad al mar-, no tardaron en descubrir las muchas ventajas que obtendrían ocupándose de visitar otras tierras, primeramente las cercanas, para después y poco a poco ir alejándose por todo el largo del océano conocido. Eran estas de toda índole pero había algunas que les interesaban especialmente, sobre todo porque en sus enclaves, las ciudades-estado antes apuntadas, no las encontraban, al menos en la cantidad apetecida: eran los metales. Parecerá cosa de risa pero su búsqueda les habría de llevar con los años a recorrer todo el perímetro conocido del mar a su alcance, que era el Mediterráneo, e, incluso, aventurarse más allá -para nosotros más acá- de las llamadas Columnas de Hércules, ya en dirección sur, bordeando el África, ya al norte, desde luego hasta Lisboa, aunque hay quienes estiman que consiguieron poner pie en las islas Casitérides, ya en pleno Atlántico. Pero dejemos esto, pues por mucho que merezcan atención sus extraordinarios periplos lo que nos interesa ahora queda a este lado del Estrecho.
Las ciudades-estado en que se constituían como comunidad homogénea, lo que les confería la legitimidad fenicia, se sucedían a lo largo de la costa originaria; eran muchas, casi todas con asiento en la tierra firme, aunque algunas se extendían a los islotes próximos, algunos tan bien situados y con tal disposición geográfica que llegarían a constituir núcleos formidables cuando les tocase la hora de soportar las duquitas de la muerte, que por todo habrían de pasar. Biblos, Sidón y otras tantas jalonaban aquel territorio pero hacia una nos debemos sentir especialmente concernidos. Sensibles, diría. Su nombre era Tiro. En la actualidad es una bella ciudad de unos 120.000 habitantes, que está hermanada con Málaga, que es el paraíso desde el que escribo estas líneas. Con esto aclaro la especial sensibilidad a la que me refiero pero hay más, mucho más, pues sus fundamentos vienen de antiguo. Sigamos.
Tiro fue fundada, como muy pronto, hacia el 2700 antecristiano, más o menos como Sidón, que está como a un tiro de honda, al norte (35 km.). Siguiendo ese camino se llegaba a Beirut y Biblos, y a muchas otras; al sur quedaban Acre y otras tantas. Entre ellas persistía un tráfico más o menos estable, pues aun perteneciendo todas a la misma rama étnica, mejor diría geopolítica, nunca olvidaban que eran independientes. Cada una hacía la guerra (la paz, en su caso) por su cuenta, y así un buen día se decidieron a iniciarse en el cabotaje, lo que les posibilitó a no mucho tardar aventurarse en la alta mar. De lo que consiguieron con estas inciativas ni les cuento; baste decir que llegó un momento en que la cuenca mediterránea en su totalidad fue hollada por ellos, incluidas las islas interiores, algunas, como Cerdeña, únicamente en su parte sur, pero siempre y en todo caso en los litorales. Nunca hicieron incursiones al interior de las tierras, al menos, por lo que se sabe, a distancias largas. Lo cierto es que hacia los siglos XI y X del período asomaron por las entonces exuberantes orillas ibéricas. Un día algunos fundaron una colonia en un islote atlántico, que llamaron Gadir (Cádiz); algunos siglos después otras, sobre todo en el lado este si nos atenemos al itinerario de llegada; Abdera (Adra), Sexi (Almuñécar), y otras tantas, quizás de menor importancia, fueron algunas. No se sabe del todo bien si una que llamaron Malaka alcanzó tal categoría; creo que sí, pero eso ocurriría a su debido tiempo. Por ahora conviene aclarar que aquellas colonias no fueron tales, en sentido estricto, pues apenas si pasaron de servir de simples embarcaderos, lugares apropiados para descansar de sus viajes y, a lo sumo, esperar a que pasase el mal tiempo. Para que gozasen de la condición de colonias tendría que darse una circunstancia expresamente voluntaria: la decisión de quedarse para siempre.
Así que desde el siglo VIII en adelante aquellas radas de la costa sureña peninsular gozaron de la presencia de estos arrojados navegantes, los cuales, cumplida la misión, solían regresar a sus respectivas metrópolis. Los que atracaban en las arenas de Malaka debieron ser originarios de Tiro, según sabemos a tenor de los datos existentes, pero esto sería, por ahora, irrelevante, ya que en todo caso fueron fenicios. Durante los siglos VIII y VII sus ‘paradas’ en el lugar fueron inestables, hasta que un día encontraron que había otras gentes, incluso esperándoles. Al parecer, vivían en el interior y mostraban un evidente retraso cultural respecto a ellos. Uno muy llamativo era que carecían de alfabeto. Hablaban, sí, pero de oídas. Ni por pienso se les había ocurrido que los sonidos que pronunciaban podían ser representados con signos: palotes, circulitos y cosas así. Además, mostraban una rudeza casi insultante, pues ni cuidaban la vestimenta ni la higiene ni nada de nada; eran como vulgarmente se dice, unos zoquetes. Pero eran buena gente. Pacíficos, sencillos, amables y, sobre todo, extremadamente confiados. Tanto que a cambio de unas bolitas de cristales de colores ensartadas en un hilo y convenientemente anudadas, a fin de que no se desparramasen en caso de ser colgadas alrededor del cuello, entregaban una carga cuantiosa de mineral o metal, de aquel que ya sabemos extraían de las minas de sus territorios. Cuando, al cabo, intercambiaban esos productos, cada grupo tomaba el camino de vuelta más contento que unas pascuas: los habitantes del interior a sus poblados y los navegantes a sus puertos de origen. Así, décadas, con lo cual la parte de playa en que esas operaciones cuasi mercantiles habían sido efectuadas quedaba expedita, vacía, apenas salpicada por los restos del guirigay correspondiente, desde luego mucho mejor que aparece Martiricos los domingos al mediodía, después del cierre del mercadillo que tiene lugar con asiduidad.
Aquellos contactos menudearon, al punto de acometer la tarea de construir instalaciones más o menos fijas; en esto participaron los indigenas, que también levantaron alguna que otra casa. En su momento veremos qué nos dicen las piedras que, hasta hoy, han aparecido al remover el subsuelo. Como los señores que manejan el carbono 14 son muy sabios, han determinado fechas para estas cosas; ya saben: movimientos de gente, industrias aplicadas, secuencias terrosas, etc., un revoltijo de afirmaciones convenientemente avaladas por los sustratos, restos de objetos, no pocos huesos, desperdigados o no, que, en su conjunto, permiten aventurar que la que ha llegado a ser ciudad de Málaga pasó de ser embarcadero, poalafito o morro de circunstancias, provisional en todo caso, un asentamiento estable. Estos eruditos, eximios buscadores de glorias pasadas, se han puesto de acuerdo en determinar que este paso, este decisivo tránsito, se produjo dentro del primer cuarto del siglo, naturalmente anterior a Cristo.
Llegados a este punto, conviene no perder de vista que la cuestión se torna excitante, porque si bien contamos con la anuencia de los científicos para movernos dentro de un período de más o menos 25 años, es el caso que ninguno se ha atrevido a fijar el concreto en que dicha ‘fundación’ tuvo lugar. Bien mirado, se comprende. Arqueólogo por aquí, catedrático por allá, es de presumir que cada cual tiene algo que perder -y poco o nada que ganar- y cuesta trabajo tomar la decisión de tirarse a la piscina, pues ¿y si está vacía? El coscorrón lo tendrían asegurado, pero podría ser peor: la tetraplejia no atiende a razones; recuerden lo que le pasó a Supermán, bueno, al actor que lo encarnó en el cine, el buenazo de Christopher Reeves. Es mucho mejor, deben pensar, dejar que sea otro quien tiere la primera piedra. Que, por supuesto, de ellas hablamos, pues es lo que se encuentra al pinchar el suelo malagueño, y a saber lo que este nos tiene reservado para sorpresa de muchos, lo que inevitablemente irá ocurriendo día tras día.
Dedicaré los capítulos que hagan falta para desmenuzar los mil y un pasos que se han dado, y se van dado a diario, en esta línea indagadora de los orígenes, pero ahora, para terminar este, lo que quiero decir es que he sido yo, que tenga o no mucho que perder lo pongo en juego con la naturalidad que reclama el servir a la ciudad en que he nacido, quien ha propuesto ese año vital, tan buscado como posible. Poco a poco, en sucesivos artículos, iré desvelando las razones de que me sirvo para determinarlo pero ahora ha de bastar con señalar que es, en cualquiera de los casos que se puedan imaginar, un año mágico. Y ya se sabe: poco se puede hacer contra los poderes que no son susceptibles de ser zarandeados, y que por eso son maravillosos, míticos, legendarios, sujetos a la magia creadora. Que esta Malaka, la ciudad de la que empecé a hablar en el capítulo anterior, fuera ‘fundada’ en el 584 anterior a nuestra Era no debe escandalizar a nadie, sino, todo lo contrario, enorgullecerle, pues no hay mayor tesoro en la vida de los hombres que conocer su origen cierto: es lo que nos personaliza y confiere historicidad. Y Malaka no será hombre pero es mujer, lo cual, en estos tiempos que vivimos, significa un gran paso en la universalización del espíritu.

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